Memorias de mi enfermera VII: "Agresiones cotidianas"
Cerramos la puerta de la habitación. Acabamos de dejar todo recogido y a Sara dispuesta para que la familia la visite un ratito antes de que lleguen los del tanatorio a llevársela. Como siempre en estos casos, procuramos que la familia no se quede en el pasillo y llore su pérdida en un lugar recogido, fuera de las miradas de los demás familiares y pacientes. Pero como suele pasar a menudo, no todos aceptan y su hijo se ha quedado ante la puerta cerrada, esperando, no sé en realidad el qué, atento a nuestros movimientos, a nuestras palabras dentro de la habitación. Susana, la auxiliar, y yo, hemos retirado todas las vías y sondas del cuerpo aún cálido y terso de Sara, la hemos lavado, la hemos vestido con un camisón limpio, hemos cambiado la ropa de su cama y la hemos cubierto con una sencilla sábana. Parece dormida, pero no lo está.
Ingresó ayer por un problema de corazón en apariencia leve. Se la ingresó para realizarle varias pruebas y, hace un par de horas, mientras cenaba tranquilamente mirando la televisión, su corazón se paró. Se intentó todo, todo por reanimarla. El médico, saltándose lo que dicta la prudencia protocolaria, dirigió la reanimación más allá del tiempo recomendable y tras casi una hora de infructuosas maniobras de resucitación, se dictaminó su fallecimiento.
Sara era una mujer de ochenta y seis años, pero aunque era muy anciana, su estado general era bastante bueno y su vida era muy activa. Era una mujer anciana, pero aún así la sensación de tristeza que asola el pasillo de nuestra planta cada vez que fallece alguien es igual de abrumadora, igual de paralizante. La miro un instante antes de salir al pasillo. «Sí -pienso con tristeza-, algo se ha ido de ese cuerpo, algo que tiene el poder de arrebatar expresión a ese rostro»
Susana se va hacia el control y yo me detengo unos instantes a hablar con el hijo de Sara. En su rostro encuentro no pena, rabia. Sus ojos miran húmedos de lágrimas, con ira, buscando, exigiendo una respuesta que yo no puedo darle. Le noto tenso, los dientes apretados. Pongo con cautela una mano en su brazo al tiempo que murmuro unas palabras que hasta a mí me suenan inútiles y él me golpea el brazo con enorme brusquedad al tiempo que me grita «¡¡No me toques. No te atrevas a tocarme!!» En ese momento, por el pasillo aparece el médico y le pide al hombre que le acompañe a su despacho. El médico, un adjunto de Medicina Interna que se ha hecho cargo de la inesperada muerte de Sara, cree adecuado ignorar el golpe que el hijo de Sara me ha dado en el brazo y que me duele con un intenso latido. «Acompáñeme, por favor -le dice el médico al tiempo que con una mano le invita a seguirlo-, hablemos en el despacho» El hombre me lanza una furibunda mirada y sigue al médico. Mientras camina, el hijo de Sara comienza a insultar al médico con palabras violentas, le amenaza con medidas judiciales ante al inesperada muerte de Sara que para él sólo puede ser el resultado de una negligencia por parte de los médicos y de todo el personal del hospital. Llegan al despacho, pero los gritos no ceden; los insultos y las amenazas tampoco. Echo a correr al control de enfermería y le indico a mi compañera que llame a seguridad. En ese momento la puerta del despacho se ha cerrado con un estruendoso golpe que hace eco en el pasillo y un montón de rostros curiosos se asoman por las puertas de las habitaciones de los otros pacientes. Me acerco al despacho a ver si puedo ayudar de alguna forma, pero mi corazón late dolorosamente en el pecho, mis manos tiemblan. Estoy aterrada.
Los vigilantes de seguridad llegan y se acercan a la puerta del despacho. Los gritos dentro y fuera se suceden durante demasiado rato. Los golpes dentro vaticinan una mala situación para el adjunto.
Por fin, se hace el silencio.
La puerta se abre. El hijo de Sara sale.
Su aspecto abatido, desinflado, lleva a imaginar que se trata de otra persona, otra distinta de la que entró braceando violentamente e insultando al médico. Su paso titubeante y su llanto quedo nos da la imagen de un hombre roto de dolor, abatido por la pena. Los vigilantes le toman cada uno por un brazo, con precaución pero de forma decidida y le invitan a que les acompañen. Con el corazón aún latiéndome en la garganta por el miedo, entro en el despacho del médico. Está en el suelo sentado, tras el escritorio. La sangre que brota de sus labios rotos y de su nariz es suficientemente elocuente. Me mira. Y entonces leo el miedo que ha pasado en ese despacho encerrado con el hijo de Sara, sin posibilidad de escapar hasta que la puerta se abrió y la furia escapó por el pasillo. Me acerco a él y le ayudo a levantarse.
Estas cosas no deberían pasar. Nunca.
Fin
Esto es una narración que podría parecer ficticia, pero yo viví algo parecido. Por supuesto, los personajes no son reales.
Las agresiones en los centros sanitarios, verbales y físicas, son algo demasiado cotidiano, demasiado habitual. Trabajamos con el sufrimiento ajeno, con el dolor, la desesperación y la muerte y eso lleva a muchas personas a descargar sobre los que los atienden toda su rabia o frustración cuando el final de una enfermedad o accidente es el que menos deseamos. He de confesar que a mí me han pegado y golpeado varias veces a lo largo de mi carrera, me han lanzado objetos con la intención de herirme y me han insultado, amenazado y humillado tantas veces que ya he perdido la cuenta. Y, de la misma forma que me ha pasado a mí, lo han sufrido otros miles de compañeros, sin que en muchas ocasiones nadie haya hecho nada por defender nuestros derechos como personas, como profesionales.
Hace poco leí una carta de opinión en un diario, escrita por un usuario de la sanidad pública, que decía que se creía con derecho de amenazar, insultar o incluso golpear a médicos y enfermeros porque la sanidad de su ciudad era mediocre e insuficiente y que se consideraba con el derecho de tomar las medidas que le parecieran oportunas para que se le escuchara o se le atendiera. Ese derecho le daba el pagar puntualmente sus impuestos.
A eso hemos llegado.
Y, por cierto, yo también pago mis impuestos puntualmente.
Y, por ahora, nada más.
Comentarios
Me a gustado mucho esta entrada.
Elisabet.
http://www.portalesmedicos.com/blogs/enfermeriasevilla
Un beso Lola y que sepas que tendrían que cambiar muchas cosas en la asistencia sanitaria para que "ese mundo" fuese más normal de lo que es.
Lola, Adelaida te deja sus saludos
Hola RAFAEL: en este espacio puedes contar lo que creas necesario, para ello estáis aquí: para que opinieis con total libertad, sin temor. Claro que hay celadores estúpidos, auxiliares imbéciles, enfermer@as desagradables, médic@s gilipánfilos y prepotentes. Caro que sí y antes que eso son personas y como tal se comportan. El que en persona es un impresentable, en el desarrollo de su labor será un impresentable. Pero en este caso quería dar a conocer el miedo que muchas veces sufrimos en nuestros puestos de trabajo a que nos agredan de una forma u otra. Yo he sentido pavor por un enfermo o un familiar agresivo y me veía en la obligación de atenderlo con la mejor de mi predisposición. Quería hablar de las agresiones en el medio sanitario, dado que tahora se empieza a consdierar noticia y yo lo he sufrido desde hace 20 años que llevo en esto. Gracias Rafael por opinar. Besos.
ADELAIDA, creo que tienes razón... pero ojo, esto no sólo pasa en la sanidad pública, en la privada a veces es peor, por la prepotencia del paciente privado, que paga y va con su money por delante... Besos y gracias por venir y por opinar.
Un abrazo.
Lo peor, es que pocas veces se nos defiende. Y lo triste, que los usuarios lo vean aceptable y lógico... para eso pagan, nos dicen.
Besos
Me encanta verte por aquí. Me llega tu cariño y me da alegría que el paso del tiempo... tanto tiempo, no haya cambiado nada más que mi talla y mis canas. Besazos, Encarnita.
Supongo que gran parte de la solución pasa por mejorar nuestra actitud como profesionales ante el paciente, que a veces deja mucho que desear, mejorar la comunicación con ellos y mostrar más empatía. En nuestra sociedad hay demasiada violencia y muchos optan por ésta como única solución ante sus frustraciones.
Gracias por participar, Ana. Besos.
chubut argentina.