Memorias de mi enfermera I: "No le doy más de dos meses..."
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Hace muchos años, cuando yo trabajaba en uno de los antiguos consultorios de la seguridad social haciendo recetas —¡qué cosas!— viví una situación parecida a ésta...:
María acompañó a su padre anciano al médico. El anciano, cuyo nombre era Germán, llevaba más de seis meses con una molestia en el pecho, tosía mucho, se ahogaba cuando daba unos pasos...«Eso será del tabaco» comentaba Germán, insistente, machacón, al tiempo que un ataque de tos le hacía restallar el aliento como un látigo y le congestionaba el rostro hasta conferirle a su rostro el mismo aspecto y tono de una granada. María insistió hasta la desesperación y, por fin, el anciano consintió en ir con su hija al médico, más para que se callara de una vez que para otra cosa. Él no estaba en absoluto preocupado.El médico le observó con ojo crítico y, con elocuentes gestos que decían mucho de su profesionalidad, fue explorando cada palmo de su cuerpo, escuchando cada ruido de su ignoto organismo, palpando cada bulto, cada hueco.
—Hay que hacer unas pruebas—, afirmó el médico al tiempo que rellenaba decenas de papeles con letra ilegible, una especie de sentencia de algo desagradable que estaba por llegar.
Germán soportó estoicamente cada una de las pruebas, simples unas, crueles hasta rozar el maquiavelismo de la Inquisición, otras. Soportó el dolor, la incomodidad, pero lloró como un niño amargas lágrimas de vergüenza cuando le obligaron a quedarse en cueros en presencia de una enfermera joven, «apenas una adolescente —calculó erróneamente el anciano—». La enfermera que le miraba como se mira a los tontos y que le hablaba varios tonos demasiado alto, al considerar en su escala de valoración personal que todos los viejos son sordos; esa enfermera que, además, se tomaba la familiaridad insultante, según Germán, de tutearlo y de llamarle «abuelo».
—Mi nombre es Germán—, se atrevió a murmurar el anciano con un nudo en la garganta.
—Lo sé, lo sé —decía la enfermera con gesto de repente serio—, no te preocupes, abuelo, que aquí no nos solemos equivocar. He anotado tus datos correctamente— Y sin borrar ni un sólo segundo la profesional sonrisa de su bonito rostro, la joven enfermera abandonó con paso, quizá, demasiado brioso la sala de exploración. Siempre escuece que se dude de la infalibilidad del sistema o del profesional.
Fue un conjunto de malas experiencias para el anciano, por ello, a la hora de recoger los resultados, Germán se negó a acompañar a su hija María al médico.
—¡Ve tú sola, hija! No creo que el médico deba hacerme nada más. No hay hueco de mi cuerpo que no hayan observado con un tubo. ¡Hoy no voy! entérate bien y me explicas después.
Armada de paciencia y refunfuñando por lo bajo, María fue a la consulta. Cuando se sentó frente al médico y éste observó con ceñudo gesto los resultados de las pruebas, lo supo todo. Algo iba mal.
—Voy a serle sincero, María —afirmó el médico como si otra cosa fuera posible—. Su padre tiene un tumor muy avanzado con metástasis en otras partes de su cuerpo...
Ya no se podía hacer nada por curar a Germán. Sólo aplicar una serie de medidas destinadas a paliar los efectos del avance inexorable de su cáncer y evitar que sufriera.
María comenzó a llorar desconsolada. El médico, incómodo y con el corazón encogido, osó acercar su mano sobre su escritorio de la consulta y, por un segundo, sólo uno, apretó el brazo de la doliente mujer. Un instante sólo para dar un consuelo que estaba muy lejos de poder proporcionar.
—¿Cuánto le queda, doctor?
—Es difícil de calcular —dijo el médico con su gesto más científico—. No le doy más de dos meses... a lo sumo, tres.
—Le pido una sola cosa —dijo María cuando se sonó los mocos y controló el hipo—: no le diga nada a mi padre. Si él se entera de que tiene... ¡eso!... —nuevos sollozos, más mocos, menos hipo-, ¡se muere, doctor, mi padre se muere! Sea como sea, él no debe de saber nada, ¡nada!
El médico fijó su preocupada mirada en María y con gesto grave, asintió.
A Germán le llevaron a una consulta del hospital para tratarle su mal que fue diagnosticado para él como: malestar de pecho. Pero Germán supo que algo no era correcto cuando entró en una sala donde rezaba "ONCOLOGÍA". Ese mismo día, cuando regresó a casa, buscó una enciclopedia entre los libros de estudiar de sus nietos y en ella buscó el significado de la ostentosa palabra. Cuando entendió lo que significaba lo que realmente padecía, un nudo mortal se le agarró a la garganta impidiéndole respirar.
—Me muero— susurró.
Aún con el libro entre las manos, se sentó en una silla y meditó:
—Mi hija me ha engañado —se dijo—. El médico me ha engañado.
Sin decirle ni una palabra a su hija, en la que ya no confiaba, llamó al centro de salud para pedir cita. Al día siguiente, a primera hora, su médico le recibiría.
Cuando la puerta de la consulta se abrió y Germán entró, el médico se sorprendió cuando éste le espetó:
—¿Es mortal lo que padezco?
—Sí —respondió el médico, algo confundido- quizá sólo le queden unos meses.
—¡Usted y mi hija me han negado el derecho a entender mi mal, a luchar por mis últimos meses de vida, a dejar mis cosas resueltas antes de abandonar esta vida! ¡Usted y mi hija me han tratado como si ya estuviera muerto...!
(todos los personajes son inventados, aunque el caso fue real)
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Hoy día quiero pensar que esta situación ya no se da, quiero creer que a los pacientes se les da el beneficio de la duda de querer o no saber qué mal sufren cuando se trata de una enfermedad terminal.¿Y cómo podría el médico saber —se preguntarán algunos de ustedes— si Germán quería o no quería saber qué mal le aquejaba? Cierto, no es una situación fácil. Pero lo que no se puede cuestionar nunca es que el médico siempre debe hablar con el paciente, conversar con el paciente, entender al paciente... informar al paciente, no a la familia. Si un paciente es dueño de su mente, de sus actos, de sus decisiones, ningún familiar,, por muy directo que sea puede apoderarse de la información y "filtrarla" a su antojo.
Todos somos mucho más fuertes de lo que creemos cuando nuestra vida está en juego. Nadie tiene el derecho de evitarnos informaciones y decisiones transcendentales para nuestro futuro.
Y, por ahora, nada más.
editado el 9 diciembre 2014
Y, por ahora, nada más.
editado el 9 diciembre 2014
Comentarios
Gracias, saludos
Te quiero mucho y te deseo lo mejor para este año. Sobre todo espero que este mundo bloguero te traiga satisfacciones y te haga crecer como la estupenda escritora que eres.
Un abrazo, amiga.
¿Su nombre...? Lola Montalvo.
¡Algún día descubriré su secreto!
Un abrazo!!
Por lo demás: de acuerdo absolutamente con tus notas finales. Y sí, estoy convencido de que al final somos más fuerte de lo que nunca hemos sido, de lo que nosotros mismos pensamos.
Besos.
(y mira, por favor, mi comentario al tuyo en mi blog. En la entrada del poema. De verdad que no pretendía ir de "sobrado" al decirte eso de que la literatura es así. Los matices de las palabras, querida amiga, se suelen perder en este maravilloso medio que es un blog)
Más besos, ea.
No le doy más importancia. Eres muy buena gente y escribes unas palabras que me erizan una vez y otra la piel y me hacen ver qué es lo que me falta y me faltará siempre. Mas besos, Juanma, muchos más y ea!
Por otro lado, quiero decirte que has entrado en mi blog en unos momentos en los que me dio por escribir sobre mí. Es cierto, todo era tan real como mi nombre (Adela no me dejará, ni dejaría, mentir). Pero no es lo habitual. Procuro que mis textos sean puramente literarios, invenciones...aunque, déjemonos de tonterías, eso es casi imposible. Al final vas a tener razón. Qué lío me estoy haciendo.
Besos.
(Que soy Sara, que aquí no sale mi cara)