Memoria de mi enfermera IV: "María"
Pocos desean ingresar en un hospital. Muy pocos.
La mayoría de las personas siente una extraña desazón cuando se imagina el olor característico de los hospitales, esa inquietante mezcla de desinfectante -dicen casi todos, con el gesto arrugado por el desagrado - y de otra cosa que yo me sé... Muchos cruzan los dedos cuando sienten algún dolor en el pecho, en el costado o cuando algún bulto toma la osadía de crecer en una parte del cuerpo que no es la esperada... o la deseada, invocando a la diosa Fortuna, mientras le ruegan que, sea lo que sea, no le obligue a ingresar en un hospital.
- Cuando te meten allí ya no es fácil salir -se dicen entre susurros-. Los médicos buscan y rebuscan en tu cuerpo y te encuentran lo que no tienes... (algo harto difícil de entender, pero que forma parte del creer popular... ¡palabra!)
Evocan la imagen de un hospital como el de un ser de ávidas garras, sediento de sangre, que engulle sin posibilidad de vuelta atrás al que ingresa. Terrorífica imagen cuanto menos, sin lugar a dudas.
Da igual, por supuesto, la imagen que las personas de la calle tengan de los hospitales, porque dentro se cumple con un fin muy concreto: devolver las personas restablecidas en la medida de lo posible a la calle y lo cumplen muy bien en una amplia mayoría de los casos.
Yo creo que a lo que se teme de verdad, es a la enfermedad, al sufrimiento... entes incorpóreos que no conforman sustancia hasta que no es demasiado tarde. Por ello, mientras que se está "sano", se busca un objeto material sobre el que enfocar su rechazo, su odio incluso. Los hospitales.
Sí, las personas en general le tienen terror a los hospitales, les provoca un intenso rechazo el imaginarse dentro... ¿a todas?
No, a todas, no.
Es necesario, por tanto, que les presente a María.
María tiene más de cincuenta años pero menos de noventa. Es una paciente que viene ingresando en mi servicio de Medicina Interna cada cierto tiempo... no sé, cada dos o tres meses, pero siempre en vacaciones. Y cada vez que ingresa no sale antes del mes o el mes y medio. Tiene un montón de enfermedades crónicas que afectan a todos sus órganos vitales. A todos sin excepción. Es obesa, sufre de artrosis en las piernas y las caderas que le impide moverse con soltura, tiene cataratas que le obligan a llevar unas gruesas y pasadas de moda gafas negras. ¡Qué más dan sus patologías, qué importa su aspecto físico! No, no podemos juzgarla por lo que padece o por lo que semeja a nuestros ojos. No.
María es una persona desagradable, mal educada, desabrida, tirana, altanera, injusta, déspota, machista... No utilizo ni un sólo insulto en los adjetivos que le dedico, dado que lo que digo es una descripción objetiva de sus no cualidades morales como persona.
Los pacientes son personas y, como tales, nos llegan con su elenco particular de cualidades y de defectos. María era escasa en lo primero y abusaba peligrosamente de lo segundo.
Sin embargo, nos obligábamos a tolerarla siempre que aparecía como una paciente más.
María ingresaba siempre alerta. Nos llegaba sentada en la camilla como una efigie egipcia, acompañada de un enorme bolsón del que extraía objetos personales necesarios para su higiene y acomodo, pero también de una radio, varios libros, dos cojines, un par de fotografías de familiares, su juego de cubiertos, servilleta y vaso y su labor de punto.
Verla sacar tantos enseres hacía entender dos cosas al instante:
1. Que María nunca se dejaba arrollar por la improvisación.
2. Que María venía para quedarse.
Antes de conseguir darle el alta terminaba una media de dos jerseys y se llevaba uno comenzado.
Las pacientes que tenían la mala fortuna de compartir la habitación con ella, se quejaban de su mal genio, de las voces que daba para decir todo lo que le parecía, de lo alto que ponía la radio, de la poca inhibición que le ponía a sus orificios naturales para dejar salir el aire que le sobraba, de los exabruptos que lanzaba a las visitas de los demás... visitas que ella jamás recibía.
A María nunca nadie venía a verla, pero ella a diario besaba las fotos que colocaba en su mesilla y que mostraba unos sonrientes rostros que abrazaban el orondo cuerpo de una desconocida María-Sonriente. A diario nos deleitaba con una disertación propia de un líder caribeño sobre las cualidades de su hijo, su nuera y sus nietos, rayante casi en la ciencia ficción. Nos daba detalles del mucho amor que por ella sentían, de lo necesaria que ella era para el devenir cotidiano de sus vidas. Si alguien osaba hacer patente la ausencia crónica de su familia ante su ingreso y enfermedad, ella cerraba sus ojos con determinación: no, no aceptaría críticas a su familia. Aunque no venían, la querían, la adoraban, la necesitaban para poder respirar día a día... algo difícil de comprender viéndola tan sola.
En cuanto a María se le nivelaban las cifras de glucemia, los niveles de potasio, las diuresis y el colesterol, todos en el servicio conteníamos el aliento esperando a que el médico dijese las palabras mágicas:
- Le voy a dar el alta a María...
Y las llegaba a decir, sí, pero el alta nunca se materializaba.
La noche antes, ella se ponía mala malísima, las glucemias se descontrolaban, el potasio se disparaba y... vuelta a empezar. Otra larga temporada hasta que todo se volvía a colocar en su sitio. Otra vez las pacientes se quejaban de sus malos modales y su falta de urbanidad.
Hasta que llegaba el día en que el médico daba nuevamente su veredicto: Alta y el alta se hacía realidad.
Un día, mientras una auxiliar le ayudaba a recoger sus pertenencias y regresarlas a su enorme bolsa, mientras María pedía a gritos a la enfermera que llamara a la ambulancia o insultaba al celador que le ayudaba a subirla a la camilla, nuevamente su efigie egipcia en la puerta de salida, a alguien se le ocurrió expresar en voz alta algo banal. Algo como:
- María, y su hijo...
María miró con desprecio a esa persona y, con el gesto más feo que yo he visto en mi vida, le dijo:
- Mi hijo es la mejor persona del mundo. Hoy regresa de vacaciones y me espera en casa -se rió con desprecio- Como yo no puedo ir con ellos porque el apartamento en Marbella es demasiado pequeño y la chacha se debe de ocupar de otras cosas, unos días antes de que se vaya, dejo de tomar la medicación y de ponerme la insulina. Me pongo malísima de la muerte y me llevan al hospital. Me ingresan y yo me quedo aquí hasta que ellos vuelven. ¡Dónde voy a estar mejor que aquí! Si me quieren dar el alta antes de tiempo, me atiborro a azúcar y ese día no me tomo la medicación. Otra vez me pongo mala y no me voy a casa. Hoy mi hijo regresa y me ha traído un regalo casi seguro... ¡Y me voy a casa!
Todos los allí presentes, incluyendo la paciente de la cama de al lado y su marido, nos quedamos con la boca abierta por el estupor.
María, ajena a todo juicio de valor que sus palabras hayan podido ocasionar en nuestros espíritus, agarra su bolso y mira al frente preparada para el retorno junto a su familia, preparada para su regalo...
Y al verla marchar, al ver cómo las puertas del ascensor se cierran ante ella provocando en mi corazón un inconfesable alivio, me pregunto si el próximo periodo vacacional María volverá...Porque un día, un día María no volverá.
FIN
Relato inspirado en personas reales, pero totalmente inventado
Relato inspirado en personas reales, pero totalmente inventado
Esto es una historia, quizá algunos pueden pensar que un cuento, pero es más verdad de lo que muchos se imaginan. Hay personas que creen que el mundo debe girar exclusivamente a su alrededor. Hay personas que no creen que le deben respeto a otras, que se deban molestar porque su convivencia en un medio difícil y complejo como es una habitación de hospital, sea lo mejor posible por ambas partes.
Y sí, un día la María -hombre o mujer, quién sabe- que yo conocí en mis tiempos de enfermera de planta, no regresó. Supongo que su jugada, un día, le salió mal.
Y, por ahora, nada más.
Comentarios
Desconcertante humor ¿hospitalario?... Y es que el mundo de los hospitales es así de enorme... hay tantas historias que merecerían tanto ser contadas!!!
:))
Saludos Lola.
Yo soy de los que le tengo yuyu Lola, con mi madre pasé muy malos ratos en hospitales viendo lo que sufría.
También conocí la grandeza de muchos profesionales de la sanidad y la tiranía y sin razón de otros muchos.
Siempre desearé la muerte de mi padre: en instantes y en su casa.
Magnífica historia como todas las que nos brindas.
Un beso
Un saludo, Lola ;)
Y nuevamente, gracias por lo que me dices, me animas muchísimo y me da mucha alegría. Besos, Rafael.
Eres muy perceptiva. Por supuesto en la vida de María algo no iba bien: tenía mucho dinero pero estaba sola y su familia se la quitaba d en medio en cada periodo vacacional.
Espero que tu UCI te vaya muy bein. Gracias por venir a este lugar. Besos. :)
Por cierto, creo que la saga de "Flores en el ático" son 4 libros, aunque no estoy muy seguro. Desde luego que el primero a mí me encantó, me emocionó. Una maravilla.
Besos, compañera, y mucho gusto en conocerte. Ya nos seguimos leyendo.
Gracias por las palabras que dedicas a mi trabajo. Y sí, nos seguimos leyendo, compañero. Besos.