Memorias de mi enfermera III: "Los malos tratos desde siempre..."
Desde que comencé a trabajar como enfermera me he encontrado personas que han sufrido malos tratos: esposas, ancianos, niños,discapacitados... Una vez, al poco de terminar la carrera, le pregunté a una paciente que cómo podía aguantar que su marido le pegara y ella me respondió que era lo lógico, dado que ella muchas veces le contestaba mal y por ello se lo merecía... ¡En fin! Esos tiempos han pasado y el maltrato, el abuso, las vejaciones hoy día son delito.
Quiero compartir un fragmento de mi novela, algo extenso pero creo que entretenido, en el que pretendo aunar los tiempos de antes con los valores sociales de respeto que pretenden imperar hoy día. Espero que os guste. La protagonista, Marian trabaja en una planta de medicina interna y en este relato atiende a una mujer mayor...
«...Pongo el compresor de goma en el brazo de Begoña, un poco por encima de la flexura del codo. Busco una vena en condiciones de ser canalizada por lo que prefiero localizar alguna lo más centrada posible en el antebrazo, sobre todo porque va estar bastantes días con el suero puesto y la vía no debe limitarle la capacidad de movimiento con ese brazo. Palpo con los dedos índice y medio cubiertos con el guante de vinilo. Le giro el brazo para un lado y para el otro. Encuentro una lo bastante gruesa, recta y con suficiente recorrido como para soportar un catéter del 18G.
-…Mis hijos eran entonces muy pequeños y yo rezaba todas las noches para que no les pasara nunca nada, para que no sufrieran con lo que veían todos los días…
Cojo una gasa estéril y la empapo en povidona yodada. Limpio la zona en la que voy a pinchar; soy bastante generosa y pinto unos seis centímetros de piel a cada lado de donde tengo pensado llevar a cabo la punción, delimitando un amplio rectángulo. Mientras se seca el desinfectante, compruebo que tengo cortados los esparadrapos que utilizaré para sujetar la vía, que el sistema está correctamente purgado con el suero que le voy a dejar pasando, sin burbujas, con la llave de tres pasos y la rueda de regulación de flujo conectadas.
-…En aquéllos años, ya sabes, no se denunciaban estas cosas. Los hombres podían poner orden en su casa y a sus mujeres en cintura sin que nadie les dijera nada y si te atrevías a denunciarlos a la policía corrías el riesgo de que te mandaran a tu casa con viento fresco. A mi vecina Asunción le pasó eso y luego su marido le dio para el pelo, cuando se enteró de lo que había intentado hacer. Era un bruto de mucho cuidado y ella muy menuda y muy poquita cosa, pero le echó cojones y lo abandonó llevándose a sus tres hijos y no la volvió a ver el pelo, pero yo no tenía tanto valor. No, yo no. Yo no tenía a donde ir ni trabajo ni sabía hacer na de na. Yo sólo me limitaba a rezar todos los días para que cuando él llegara los niños estuvieran ya en la cama, la cena puesta y todo recogido.
Miro a Begoña a los ojos. Ella me sonríe con tristeza. Le aprieto la mano y ella me corresponde agarrando la mía con una fuerza increíble en tan frágil cuerpo, con esos minúsculos dedos de abultados nudillos y tortuosas venas. No, la vejez no hace los cuerpos feos. La vejez solo refleja en nuestra piel, en nuestros músculos, en nuestros huesos toda nuestra vida, nuestro pasado y nuestro sufrimiento. Y eso es lo que quita belleza.
-Esto ya se ha secado. ¿Vamos allá?
-¡Vamos!
Saco el catéter de su funda de plástico y compruebo que el fiador se desplaza correctamente. Pongo el bisel del mismo hacia arriba mientras que con la mano izquierda sujeto el antebrazo de Begoña y tiro de la piel que voy a pinchar. La anciana aparta la mirada y se muerde el labio con la encía superior. La vena se ha quedado más o menos fija bajo la piel tensa por lo que al pinchar la una, atravieso la otra sin dificultad. Inmediatamente el catéter se llena de sangre en su extremo más distal.
-Ya la tengo. Ya está.
Begoña suelta todo el aire que había contenido en sus ajados y enfermos pulmones, mientras sonríe sin molestarse en disimular el gran alivio que siente.
-Pinchas muy bien, Marian, casi no lo he sentido.
Sonrío con satisfacción sin apartar la vista de lo que estoy haciendo. Me encanta pinchar a la primera y sin ocasionar más daño que el estrictamente necesario. Mantengo la piel de su antebrazo tensa mientras que hago avanzar el catéter por el interior de la vena, al mismo tiempo que voy extrayendo con cuidado el fiador metálico. Retiro el compresor, saco del todo el fiador y lo dejo sobre la batea en un lugar adecuadamente visible, para tirarlo después al contenedor de punzantes. Cuando finalizo la vena está perfectamente canalizada pero debo apretar para que no salga la sangre a presión. Conecto el sistema de suero, procurando con escrupuloso cuidado evitar que pueda entrar la más minúscula burbuja de aire. La sangre refluye tal y como espero en el tubo de plástico mezclándose con el líquido, abro un poco el suero que, al caer, arrastra la sangre nuevamente al interior de la vena. Con sumo cuidado fijo el catéter a la piel con una fina tira de esparadrapo haciendo una especie de corbata alrededor del cono rosa y evitando cubrir el punto de punción.
-Mis hijos nunca llegaron a entender que me separara de su padre. Aguanté treinta años. Treinta años hasta que se hicieron mayores y fueron capaces de vivir por sus propios medios. Al día siguiente de casar a mi pequeña, Cecilia, le dije a mi marido: "¡Ahí te quedas!" y me fui a casa de mi hermana que llevaba viuda diez años. Allí lo dejé, solo. Me llamó por teléfono mil veces, me esperó en la puerta del portal infinidad de veces, me amenazó y, lo peor de todo, volvió a los chicos contra mí. Ellos tomaron partido a favor de él. Me dijeron de todo y me tacharon de mala mujer. ¡Eso fue lo que más me dolió!
Pongo una gasa doblada debajo de la unión del catéter con el sistema de suero para que no le vaya a producir una úlcera en la ajada y frágil piel por la presión continuada. Por fin, cubro todo con un apósito transparente que me permitirá observar en todo momento el punto de punción y detectar de inmediato cualquier signo inicial de una flebitis o de una extravasación. Regulo la velocidad del suero con una ruedecita de control de flujo que permitirá que los quinientos mililitros de salino con quince miliequivalentes de cloruro potásico le duren cerca de seis horas y que no se vacíe más rápido de lo conveniente por error. Tomo un frasquito con cien mililitros de suero glucosado al cinco por ciento con la medicación intravenosa que le toca a las dieciocho horas y con su propio sistema de suero ya purgado. Lo conecto en la llave de tres pasos y abro su sistema para que el líquido caiga alegremente, para que pase en unos quince minutos, más o menos.
-…¡Yo había aguantado todos esos años al bestia de su padre, sus malas palabras, sus insultos, sus golpes, sus borracheras y sus babas y sus manos manoseando mi cuerpo cuando a él le venía en gana o no estaba demasiado borracho; yo había evitado que él la tomara con ellos y fui el muro donde descargaba sus golpes, para que a ellos los dejara tranquilos, a ellos que lo más bonito que les decía era bastardos o monos llorones de mierda! Pero no cedí, no volví y cuando Dionisio nos amenazó a mi hermana y a mí con cortarnos el cuello lo denuncié a la policía. Y mis hijos se me echaron encima. ¿Te puedes creer, Marian?
Asiento. No me veo con fuerzas de decir nada, de interrumpir nada de su relato. Me limito a mirarla y a animarla con un gesto, con un apretón de mi mano sobre su hombro, mientras le coloco el manguito del aparato de tensión.
-Pero un día, Dionisio se atrevió a pegar a mi pequeña. Él me había esperado en la calle y yo llegaba sola del mercado con las manos llenas de bolsas. Había quedado con mi hija en casa para ir a comprar ropa para el bebé que estaba esperando. Él se me echó encima cuando abría la puerta del portal y en ese momento mi hija, que aparcaba su coche cerca de mi casa, lo vio todo. La pobre salió como pudo con su enorme barriga de ocho meses y lo agarró por detrás mientras él me apretaba el cuello con las manos…
Me quedo inmóvil, expectante ante el espantoso relato, que es más horripilante por el detalle de que es auténtico, verídico. Mi mano se cierra paralizada sobre la pera para llenar el manguito.
- El muy cabrón no dudó en empujarla con todas sus fuerzas y tirarla al suelo, gracias a eso me soltó. Entonces se giró hacia ella y le arreó una patada en la barriga…
-¡Qué tío más hijoputa!
-Yo creía que me volvía loca. Agarré una botella de leche de litro y medio que llevaba en la bolsa de la compra y le di con ella una vez y otra hasta que le vi caer al suelo. Me cegué, perdí el control. Soportaba que a mí me hiciera casi cualquier cosa, pero a mis hijos, no. Al final, no recuerdo muy bien el resto; llegó la policía y nos separó a todos que nos dábamos golpes a diestro y siniestro. Mi hija dio a luz esa misma tarde y gracias a Dios no le pasó nada y el niño estaba perfectamente. Juro por lo más sagrado que si llega a pasarle algo a alguno de los dos lo mato, ¡lo mato!
Reacciono y por fin insuflo aire en el manguito hasta que el aparato electrónico da un pitido indicándome que no meta más aire, entonces su sistema digital empieza la medición acompañado de otros pitiditos más tenues. Una voz en mi interior me dice que, dado lo frenético del relato, Begoña tendrá una cifra de tensión exorbitante. Pero me equivoco: ciento veinte setenta y dos y una frecuencia cardiaca de ochenta y tres. Lo anoto en mi libreta para pasarlo más tarde a la gráfica.
-Al final, resulta que yo le había roto la nariz y el hueso de la mejilla – me mira con gesto burlón-. ¡Y eso que la leche era desnatada, que si llega a ser entera me lo cargo!
No puedo hacer otra cosa que reír mientras no dejo de asombrarme por lo maravilloso de algunas personas que han estado en el mismo infierno durante años, pero que no dejan de ver el lado bueno y positivo de las cosas y que, sobre todo, no pierden el humor. Quizá, por eso mismo, por el hecho de haber sufrido esas espantosas situaciones, esos momentos de horror y de temor por la propia vida, saben apreciar mucho más las cosas más sencillas de lo cotidiano. Después de vivir durante años en la más absoluta oscuridad, la luz del sol y los colores de las cosas más simples les parece mucho más hermosas.
-Bueno y a Dionisio qué le pasó. Poca cosa: lo arrestaron, le hicieron un juicio y le dijeron que no podía acercarse a mí. Pero el mejor castigo se lo dio Dios, porque al año siguiente le dio un derrame cerebral y se quedó pajarito. Ahora está en una residencia de monjas en Cáceres.
Me dispongo a recoger las cosas. La batea con los restos de la punción venosa, el aparato de la tensión y el frasquito de la medicación de las seis que ya se ha acabado. Cojo un vasito de plástico que hay sobre su mesilla y miro el interior.
-Begoña, no se ha tomado la medicación de la merienda.
-¡Ay, hija, se me ha pasado! Mira que la niña que se ha llevado la bandeja me ha dejado el vaso con el agua para que me la tomara.
Le acerco las pastillas que ella toma con sus sarmentosas manos y se las mete en la boca, al tiempo que las empuja hacia atrás con la lengua. Toma después el vaso y se toma dos buchitos minúsculos de agua que traga después junto con la medicación.
-Gracias, Marian. Eres estupenda, de verdad.
Sonrío nuevamente, esta mujer me cae cada vez mejor.
-Es mi trabajo, Begoña, no hay nada que agradecer.
-¿También es tu trabajo escuchar?
-Pues sí, la verdad es que debe ir incluido en el servicio.
Begoña suelta una carcajada gangosa que me recuerda a la de la madrastra de Blancanieves. Me coge la mano y yo me siento algo violenta.
-Estoy muy contenta con todos los que trabajáis en la planta. Los médicos son estupendos y muy simpáticos…
Hago un esfuerzo por recordar quién es su médico: Gracia. Prefiero mantener mi gesto de falso asentimiento. Si por lo menos se tratara de Salvador o Lázaro o Cesáreo… ¡pero Gracia, simpática!
-…son muy buenos en su trabajo y cada vez que vengo me mandan a casa como nueva. Pero los únicos que escucháis de verdad, de verdad de la buena, sois vosotros los enfermeros y los auxiliares y, sobre todo tú, y eso muchas veces es mejor para una vieja como yo que todas las pastillas del mundo.
Se me cae el corazón a los pies cuando Begoña me besa la mano antes de soltarme.
-Begoña, no sea boba, que tengo la mano llena de talco de los guantes.
No puedo resistirlo y le paso una mano por la cara. Esta mujer me produce una ternura que me cuesta trabajo controlar. Recupero mi gesto más profesional y me dispongo a marcharme.
-Recuerde que tiene el timbre justo al lado del brazo del sillón –ella lo toca con sus nudosos dedos-. Si necesita algo, llame ¿vale?
Antes de salir la miro una vez más. Se está colocando una sábana doblada sobre las rodillas. Veo a una mujer de casi ochenta años, con una artrosis brutal que le deforma todas las articulaciones, enferma de mil cosas, ninguna de las cuales por sí misma es mortal pero que juntas conforman un peligroso cóctel, y con una vitalidad y una paz consigo misma que me cuesta trabajo de entender. Si yo hubiera tenido que vivir la vida que a ella le tocó en suerte estaría renegando hasta el mismo día de mi muerte...»
© Lola Montalvo Carcelén
No olvidemos que «violencia de género» implica que la mujer sufre agresiones físicas y/o psicológicas por el mero hecho de ser mujer y que no se sufriría si no lo fuera. Es una violencia machista del hombre hacia la mujer, amparado en un sentimiento subjetivo del hombre de superioridad, de posesión, de necesidad de humillación. Es un detalle de este concepto que a muchos se les escapa y necesitaba aclararlo... Creo que algún día esta lacra podrá desparecer. Así lo espero. Hasta entonces no volvamos la mirada hacia otro lado y ayudemos a toda persona que pueda sufrir algo por el estilo. TODOS PODEMOS HACER ALGO... para prevenirlo, para paliarlo, para denunciarlo, para ayudar a estas mujeres. Todos.
Y, por ahora, nada más.
editado 30 de diciembre de 2014
Quiero compartir un fragmento de mi novela, algo extenso pero creo que entretenido, en el que pretendo aunar los tiempos de antes con los valores sociales de respeto que pretenden imperar hoy día. Espero que os guste. La protagonista, Marian trabaja en una planta de medicina interna y en este relato atiende a una mujer mayor...
«...Pongo el compresor de goma en el brazo de Begoña, un poco por encima de la flexura del codo. Busco una vena en condiciones de ser canalizada por lo que prefiero localizar alguna lo más centrada posible en el antebrazo, sobre todo porque va estar bastantes días con el suero puesto y la vía no debe limitarle la capacidad de movimiento con ese brazo. Palpo con los dedos índice y medio cubiertos con el guante de vinilo. Le giro el brazo para un lado y para el otro. Encuentro una lo bastante gruesa, recta y con suficiente recorrido como para soportar un catéter del 18G.
-…Mis hijos eran entonces muy pequeños y yo rezaba todas las noches para que no les pasara nunca nada, para que no sufrieran con lo que veían todos los días…
Cojo una gasa estéril y la empapo en povidona yodada. Limpio la zona en la que voy a pinchar; soy bastante generosa y pinto unos seis centímetros de piel a cada lado de donde tengo pensado llevar a cabo la punción, delimitando un amplio rectángulo. Mientras se seca el desinfectante, compruebo que tengo cortados los esparadrapos que utilizaré para sujetar la vía, que el sistema está correctamente purgado con el suero que le voy a dejar pasando, sin burbujas, con la llave de tres pasos y la rueda de regulación de flujo conectadas.
-…En aquéllos años, ya sabes, no se denunciaban estas cosas. Los hombres podían poner orden en su casa y a sus mujeres en cintura sin que nadie les dijera nada y si te atrevías a denunciarlos a la policía corrías el riesgo de que te mandaran a tu casa con viento fresco. A mi vecina Asunción le pasó eso y luego su marido le dio para el pelo, cuando se enteró de lo que había intentado hacer. Era un bruto de mucho cuidado y ella muy menuda y muy poquita cosa, pero le echó cojones y lo abandonó llevándose a sus tres hijos y no la volvió a ver el pelo, pero yo no tenía tanto valor. No, yo no. Yo no tenía a donde ir ni trabajo ni sabía hacer na de na. Yo sólo me limitaba a rezar todos los días para que cuando él llegara los niños estuvieran ya en la cama, la cena puesta y todo recogido.
Miro a Begoña a los ojos. Ella me sonríe con tristeza. Le aprieto la mano y ella me corresponde agarrando la mía con una fuerza increíble en tan frágil cuerpo, con esos minúsculos dedos de abultados nudillos y tortuosas venas. No, la vejez no hace los cuerpos feos. La vejez solo refleja en nuestra piel, en nuestros músculos, en nuestros huesos toda nuestra vida, nuestro pasado y nuestro sufrimiento. Y eso es lo que quita belleza.
-Esto ya se ha secado. ¿Vamos allá?
-¡Vamos!
Saco el catéter de su funda de plástico y compruebo que el fiador se desplaza correctamente. Pongo el bisel del mismo hacia arriba mientras que con la mano izquierda sujeto el antebrazo de Begoña y tiro de la piel que voy a pinchar. La anciana aparta la mirada y se muerde el labio con la encía superior. La vena se ha quedado más o menos fija bajo la piel tensa por lo que al pinchar la una, atravieso la otra sin dificultad. Inmediatamente el catéter se llena de sangre en su extremo más distal.
-Ya la tengo. Ya está.
Begoña suelta todo el aire que había contenido en sus ajados y enfermos pulmones, mientras sonríe sin molestarse en disimular el gran alivio que siente.
-Pinchas muy bien, Marian, casi no lo he sentido.
Sonrío con satisfacción sin apartar la vista de lo que estoy haciendo. Me encanta pinchar a la primera y sin ocasionar más daño que el estrictamente necesario. Mantengo la piel de su antebrazo tensa mientras que hago avanzar el catéter por el interior de la vena, al mismo tiempo que voy extrayendo con cuidado el fiador metálico. Retiro el compresor, saco del todo el fiador y lo dejo sobre la batea en un lugar adecuadamente visible, para tirarlo después al contenedor de punzantes. Cuando finalizo la vena está perfectamente canalizada pero debo apretar para que no salga la sangre a presión. Conecto el sistema de suero, procurando con escrupuloso cuidado evitar que pueda entrar la más minúscula burbuja de aire. La sangre refluye tal y como espero en el tubo de plástico mezclándose con el líquido, abro un poco el suero que, al caer, arrastra la sangre nuevamente al interior de la vena. Con sumo cuidado fijo el catéter a la piel con una fina tira de esparadrapo haciendo una especie de corbata alrededor del cono rosa y evitando cubrir el punto de punción.
-Mis hijos nunca llegaron a entender que me separara de su padre. Aguanté treinta años. Treinta años hasta que se hicieron mayores y fueron capaces de vivir por sus propios medios. Al día siguiente de casar a mi pequeña, Cecilia, le dije a mi marido: "¡Ahí te quedas!"
Pongo una gasa doblada debajo de la unión del catéter con el sistema de suero para que no le vaya a producir una úlcera en la ajada y frágil piel por la presión continuada. Por fin, cubro todo con un apósito transparente que me permitirá observar en todo momento el punto de punción y detectar de inmediato cualquier signo inicial de una flebitis o de una extravasación. Regulo la velocidad del suero con una ruedecita de control de flujo que permitirá que los quinientos mililitros de salino con quince miliequivalentes de cloruro potásico le duren cerca de seis horas y que no se vacíe más rápido de lo conveniente por error. Tomo un frasquito con cien mililitros de suero glucosado al cinco por ciento con la medicación intravenosa que le toca a las dieciocho horas y con su propio sistema de suero ya purgado. Lo conecto en la llave de tres pasos y abro su sistema para que el líquido caiga alegremente, para que pase en unos quince minutos, más o menos.
-…¡Yo había aguantado todos esos años al bestia de su padre, sus malas palabras, sus insultos, sus golpes, sus borracheras y sus babas y sus manos manoseando mi cuerpo cuando a él le venía en gana o no estaba demasiado borracho; yo había evitado que él la tomara con ellos y fui el muro donde descargaba sus golpes, para que a ellos los dejara tranquilos, a ellos que lo más bonito que les decía era bastardos o monos llorones de mierda! Pero no cedí, no volví y cuando Dionisio nos amenazó a mi hermana y a mí con cortarnos el cuello lo denuncié a la policía. Y mis hijos se me echaron encima. ¿Te puedes creer, Marian?
Asiento. No me veo con fuerzas de decir nada, de interrumpir nada de su relato. Me limito a mirarla y a animarla con un gesto, con un apretón de mi mano sobre su hombro, mientras le coloco el manguito del aparato de tensión.
-Pero un día, Dionisio se atrevió a pegar a mi pequeña. Él me había esperado en la calle y yo llegaba sola del mercado con las manos llenas de bolsas. Había quedado con mi hija en casa para ir a comprar ropa para el bebé que estaba esperando. Él se me echó encima cuando abría la puerta del portal y en ese momento mi hija, que aparcaba su coche cerca de mi casa, lo vio todo. La pobre salió como pudo con su enorme barriga de ocho meses y lo agarró por detrás mientras él me apretaba el cuello con las manos…
Me quedo inmóvil, expectante ante el espantoso relato, que es más horripilante por el detalle de que es auténtico, verídico. Mi mano se cierra paralizada sobre la pera para llenar el manguito.
- El muy cabrón no dudó en empujarla con todas sus fuerzas y tirarla al suelo, gracias a eso me soltó. Entonces se giró hacia ella y le arreó una patada en la barriga…
-¡Qué tío más hijoputa!
-Yo creía que me volvía loca. Agarré una botella de leche de litro y medio que llevaba en la bolsa de la compra y le di con ella una vez y otra hasta que le vi caer al suelo. Me cegué, perdí el control. Soportaba que a mí me hiciera casi cualquier cosa, pero a mis hijos, no. Al final, no recuerdo muy bien el resto; llegó la policía y nos separó a todos que nos dábamos golpes a diestro y siniestro. Mi hija dio a luz esa misma tarde y gracias a Dios no le pasó nada y el niño estaba perfectamente. Juro por lo más sagrado que si llega a pasarle algo a alguno de los dos lo mato, ¡lo mato!
Reacciono y por fin insuflo aire en el manguito hasta que el aparato electrónico da un pitido indicándome que no meta más aire, entonces su sistema digital empieza la medición acompañado de otros pitiditos más tenues. Una voz en mi interior me dice que, dado lo frenético del relato, Begoña tendrá una cifra de tensión exorbitante. Pero me equivoco: ciento veinte setenta y dos y una frecuencia cardiaca de ochenta y tres. Lo anoto en mi libreta para pasarlo más tarde a la gráfica.
-Al final, resulta que yo le había roto la nariz y el hueso de la mejilla – me mira con gesto burlón-. ¡Y eso que la leche era desnatada, que si llega a ser entera me lo cargo!
No puedo hacer otra cosa que reír mientras no dejo de asombrarme por lo maravilloso de algunas personas que han estado en el mismo infierno durante años, pero que no dejan de ver el lado bueno y positivo de las cosas y que, sobre todo, no pierden el humor. Quizá, por eso mismo, por el hecho de haber sufrido esas espantosas situaciones, esos momentos de horror y de temor por la propia vida, saben apreciar mucho más las cosas más sencillas de lo cotidiano. Después de vivir durante años en la más absoluta oscuridad, la luz del sol y los colores de las cosas más simples les parece mucho más hermosas.
-Bueno y a Dionisio qué le pasó. Poca cosa: lo arrestaron, le hicieron un juicio y le dijeron que no podía acercarse a mí. Pero el mejor castigo se lo dio Dios, porque al año siguiente le dio un derrame cerebral y se quedó pajarito. Ahora está en una residencia de monjas en Cáceres.
Me dispongo a recoger las cosas. La batea con los restos de la punción venosa, el aparato de la tensión y el frasquito de la medicación de las seis que ya se ha acabado. Cojo un vasito de plástico que hay sobre su mesilla y miro el interior.
-Begoña, no se ha tomado la medicación de la merienda.
-¡Ay, hija, se me ha pasado! Mira que la niña que se ha llevado la bandeja me ha dejado el vaso con el agua para que me la tomara.
Le acerco las pastillas que ella toma con sus sarmentosas manos y se las mete en la boca, al tiempo que las empuja hacia atrás con la lengua. Toma después el vaso y se toma dos buchitos minúsculos de agua que traga después junto con la medicación.
-Gracias, Marian. Eres estupenda, de verdad.
Sonrío nuevamente, esta mujer me cae cada vez mejor.
-Es mi trabajo, Begoña, no hay nada que agradecer.
-¿También es tu trabajo escuchar?
-Pues sí, la verdad es que debe ir incluido en el servicio.
Begoña suelta una carcajada gangosa que me recuerda a la de la madrastra de Blancanieves. Me coge la mano y yo me siento algo violenta.
-Estoy muy contenta con todos los que trabajáis en la planta. Los médicos son estupendos y muy simpáticos…
Hago un esfuerzo por recordar quién es su médico: Gracia. Prefiero mantener mi gesto de falso asentimiento. Si por lo menos se tratara de Salvador o Lázaro o Cesáreo… ¡pero Gracia, simpática!
-…son muy buenos en su trabajo y cada vez que vengo me mandan a casa como nueva. Pero los únicos que escucháis de verdad, de verdad de la buena, sois vosotros los enfermeros y los auxiliares y, sobre todo tú, y eso muchas veces es mejor para una vieja como yo que todas las pastillas del mundo.
Se me cae el corazón a los pies cuando Begoña me besa la mano antes de soltarme.
-Begoña, no sea boba, que tengo la mano llena de talco de los guantes.
No puedo resistirlo y le paso una mano por la cara. Esta mujer me produce una ternura que me cuesta trabajo controlar. Recupero mi gesto más profesional y me dispongo a marcharme.
-Recuerde que tiene el timbre justo al lado del brazo del sillón –ella lo toca con sus nudosos dedos-. Si necesita algo, llame ¿vale?
Antes de salir la miro una vez más. Se está colocando una sábana doblada sobre las rodillas. Veo a una mujer de casi ochenta años, con una artrosis brutal que le deforma todas las articulaciones, enferma de mil cosas, ninguna de las cuales por sí misma es mortal pero que juntas conforman un peligroso cóctel, y con una vitalidad y una paz consigo misma que me cuesta trabajo de entender. Si yo hubiera tenido que vivir la vida que a ella le tocó en suerte estaría renegando hasta el mismo día de mi muerte...»
© Lola Montalvo Carcelén
No olvidemos que «violencia de género» implica que la mujer sufre agresiones físicas y/o psicológicas por el mero hecho de ser mujer y que no se sufriría si no lo fuera. Es una violencia machista del hombre hacia la mujer, amparado en un sentimiento subjetivo del hombre de superioridad, de posesión, de necesidad de humillación. Es un detalle de este concepto que a muchos se les escapa y necesitaba aclararlo... Creo que algún día esta lacra podrá desparecer. Así lo espero. Hasta entonces no volvamos la mirada hacia otro lado y ayudemos a toda persona que pueda sufrir algo por el estilo. TODOS PODEMOS HACER ALGO... para prevenirlo, para paliarlo, para denunciarlo, para ayudar a estas mujeres. Todos.
Y, por ahora, nada más.
Comentarios
Tenemos que luchar por evitar los malos tratos familiares, pero sin especificar genero pues de todo hay en la viña del Señor.
Un beso
Gracias por tu comentario y Besos miles.
Por casualidades de la vida este curso me he encontrado haciendo un par de trabajos y asistiendo a unas cuantas clases que trataban sobre malos tratos, principalmente maltrato de género pero también intrafamiliar. He tenido la oportunidad de oir experiencias y es desolador... espero que entre todos podamos hacer una sociedad más solidaria y respetuosa y comencemos con la educación de los más pequeños.
Un saludo, Lola.
Besines.
Un besote.
Encantada de volver a leer un trocito de tu Marian y su historia intensa y adictiva.
Besos!!!
Besos miles y me encanta que te encante... y eso que te has leído ya la novela.
Solo con leyes no vamos a conseguir nada, la humanidad es como la naturaleza, solo sobreviven los mas fuertes y agresivos, da igual que nos eduquen, que nos impongan, la violencia es parte de nosotros.
No me atrevo a dar alguna solución, porque seguramente me equivocaria, pero si he notado que cuando a alguien alterado se le habla en su mismo tono, con sus mismos gestos y demostrando que no hay miedo, la balanza se equilibra, eso si cuando la situación degenera, es conveniente dar la vuelta y volver cuando esta se pueda controlar.
Lo idilico seria que hubiera un dialogo, una comprensión y un acuerdo, pero eso es solo eso, una utopia.
Ojalá llegue el día en el que todo esto no sea más que un mal recuerdo.
Y felicidades por la narración, llega a ser trepidante.
Besos.
Abrazos.
No hubo palabras sobre lo visto. Sólo un apretón de manos, una mirada intensa, y una sonrisa. Aquí estarás bien, le dije, y nos llamas para todo lo que necesites.
Luego vinieron sus sobrinos... uno de ellos si se encuentra al causante lo mata allí mismo. Fue a la cárcel. Era todo un señor director de banco.
Me reafirmo en lo dicho por Juanma _No creo que los maltratadores sean enfermos. Eso casi sería un atenuante. Son tipos despreciables, son delincuentes cuyo delito es pegar a una mujer. Lo que sucede es que a la gente de bien nos cuesta trabajo imaginar un maltrato si no media algún desequilibrio. Pero así de triste y duro es. No les concedamos ninguna justificación.
Saludos.
ANÓNIMO: Entiendo que eres enfermero y me alegro que mi descripción técnica te haya hecho reconocerte. Para mí eso es un logro y me halaga. Con respecto a la violencia, insisto en lo que he indicado antes. La violencia es una forma de poder, porque genera miedo, terror, en quién la sufre y superioridad en quien la inflige. El violento se regodea en esa capacidad de dominar mediante la violencia y es capaz de aplastar para dominar. Muchas veces los maltratadores son acomplejados, seres con inferioridad social, que buscan reafirmar en su casa lo que les falta en la calle. Sé lo que digo, amigo, porque no sólo lo he visto en mi trabajo, lo he vivido de cerca...
Muchas gracias por opinar y besos.
Luchemos entre todos contra esta lacra social. No quiero ni pensar qué está pasando todos los días en los países menos desarrollados o con otras culturas. La primera vez que leí sobre la ablación se me pusieron los pelos como escarpias. Aún es reciente una noticia de apedreamiento (no quiero recordar en qué país)...
No puedo soportarlo. Admiro la fortaleza y la entereza de espíritu de la mujer del relato, pero es necesario que las mujeres susceptibles de llegar a una situación similar tengan INFORMACIÓN. Se están llevando a cabo muchas campañas, pero me da la impresión de que nunca serán suficientes.
Aún así, mantengo la esperanza. Mi deseo es que el peso de la ley caiga sobre esos seres despreciables que son capaces de maltratar a quien más quieren. Sigo sin entenderlo.
Salud.
Gracias, sobre todo, por participar y por visitar este espacio. Un abrazo.
También te diré, a fuer de ser sincera, que la elección de tus palabras me ha ofendido. Creo que se puede decir lo mismo de otra forma... o no, no sé cual era tu intención última.
De todos modos muchas gracias por participar, pero te diré que casi todos mis relatos son del mismo estilo. Un saludo cordial.
Primero, cuando entres en algún foro, blog, o medio de comunicación para dejar constancia de tu opinión, procura identificarte. No tienes más que ver los datos que se piden en cualquier periódico a la hora de enviar cartas al director para que puedan ser publicadas. Supongo que te parecerá ridículo poner a tu testimonio un nombre, ya que al fin y al cabo no te conoceremos ni nos conocerás, pero haciéndolo, darás cierto peso a tu argumentación.
Segundo, argumenta un poco mejor. Nunca podemos juzgar el todo por una de sus partes. Una vez leído el todo, por supuesto te puede gustar o no gustar. La crítica constructiva es eso precisamente. A todos los que escribimos nos gusta la sinceridad. Pero tu comentario, desgraciadamente denota ciertas ganas de ofender; de ofender por el simple hecho de ofender.
Espero que en tus próximas aportaciones puedas ser más constructivo. O al menos, que lo intentes. Si no, es mucho mejor el silencio. Así serás más honesto, con los demás, y fundamentalmente contigo.
Es un placer, me ha hablado muy bien de ti y aquí me quedo.
Volveré para leerte, cuando tenga un poquito de más tiempo. Y me quedo en tu bloc.
Me llamo Lourdes, un beso.
LOURDES: bienvenida. Me alegra mucho que Rocío te haya dado referencias de este humilde y coqueto lugar, de mí. Me halagas.
Sientete en tu casa, libre de opinar y comentar. Besos.
"Pero porque, si la tengo como una reina, no la dejo trabajar, le traigo lo que le apetezca comer, tiene dinero, solo a cambio de que no salga sin mi, por la calle" (humillante que aun se piense que las mujeres son como pajarillos en aulas de oro).