Memorias de mi enfermera II: "Marta"
A Marta la llevaron a Urgencias del hospital una noche a las diez. Se encontraba muy enferma. El familiar que la acompañó, una mujer que dijo ser su hija, proporcionó toda la documentación oportuna sobre sus enfermedades crónicas, sus alergias e informó de su limitada situación cotidiana, dado que Marta no podía aportar ningún dato de ella misma. Desde hacía varios años sufría una demencia senil avanzada de nombre impronunciable que le había privado de la esencia de sí misma, de su conciencia como persona, de sus recuerdos... Su capacidad de interactuar con el mundo que la rodeaba era más que limitada, inexistente, aunque aún conservaba el reflejo de abrir la boca cuando le daban de comer o la de sonreír cuando alguien se fijaba en ella y la abrazaba o acariciaba, aunque las razones que hacían surgir su risa y su llanto apenas tenían lógica para los que la rodeaban.
Deshidratada, con una importante cardiopatía e insuficiencia respiratoria y una diabetes descompensada, el médico de urgencias informó a su hija que habían decidido dejarla ingresada para poder tratarla en condiciones.
«¿Se morirá?» preguntó la hija con los ojos muy abiertos sin preocuparse de si Marta la podía oír o no.
«No se puede descartar esa posibilidad, dado que Marta está muy enferma» respondió el médico, prudente en sus afirmaciones.
Marta ingresó en la cuarta planta. Nada más llegar, la hija le preguntó al enfermero con el que se topó, un joven de gesto amable y sonrisa fácil:
«¿Es necesario que me quede con ella?»
«No -respondió el enfermero con amabilidad-, no es necesario, pero sí conveniente»
La hija murmuró una escusa de gran peso y, tras dejar un número de teléfono, se fue a toda prisa.
Marta pasó varios días muy grave, pero al cabo de una semana su organismo volvió a funcionar sin peligro de nada definitivo o irremediable. Y todos y cada uno de esos días, estuvo sola.
Ningún familiar o amigo la acompañó ni fue visitarla. De vez en cuando, en el control de enfermería, se recibía una llamada interesándose por ella, pero no daba identidad ni razón alguna. «No se informa por teléfono del estado de los pacientes», se le explicaba al que llamaba, tras lo que siempre colgaban.
Llegó el día de darle el alta. Pero no había nadie que se responsabilizara de Marta a quién decírselo. Se llamó al teléfono que la hija proporcionó la noche de su ingreso, pero nadie respondió. Tras un mes de infructuosos intentos, la trabajadora social gestionó su tutela e ingreso en una residencia de ancianos. No podía vivir eternamente en el hospital, además necesitaban camas libres.
La auxiliar de clínica que la había cuidado, aseado y alimentado, durante ese mes en el turno de tarde, que le contaba todos los días cómo iba el mundo y cómo las notas de sus hijos o el trabajo de su marido, que, de vez en cuando, al ver tanta soledad en esos ojos tan tristes, tanta pena en ese rostro tan ajado, le había dado algún que otro beso, algún que otro abrazo, le dio la buena nueva: «¡Marta, mañana te vas a casa!» Y Marta gritó y lloró por primera y única vez en ese mes. La auxiliar, satisfecha por lo que creía una reacción de alegría, la besó y le dijo al oído: «¡Mañana estarás en casa!»
Aquella noche, cuando las luces del pasillo se apagaron y el ritmo frenético de la planta se sosegó, cuando el rocío perlaba los campos y la luna se escondía tras una guedeja de algodón, el corazón de Marta se detuvo, suspiró y entrecerró los ojos. «Ya estoy en casa», fue su último pensamiento.
Fin
Los personajes y la historia son de mi invención, aunque el relato está basado en hechos reales.
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A nadie le gusta hacerse viejo, a nadie le gusta la merma de sus posibilidades, de sus aptitudes físicas y/o mentales que, con los años y la enfermedad, pueden ir apareciendo con la vejez. Todos tenemos nuestro pasado, todos tenemos nuestro carácter y nuestras manías, ésas que reconocemos y nos negamos a cambiar. Con la edad, con el venerable preludio de la ancianidad, se producen pocas metamorfosis de gusano a mariposa, pocos se vuelven santos cuando han sido demonios, pocos adquieren el candor propio de un niño... pero todos, todos tienen miedo a la soledad, a la enfermedad, al dolor, a la muerte. Cuidar de un anciano enfermo con una patología terminal es difícil, duro, agotador, desesperanzador, sobre todo cuando esa persona no ha sido demasiado buena en sus años mozos, pero nada justifica, a mi criterio, el abandono, el maltrato. Muchos miran a sus hijos, a sus sobrinos o nietos, a su pareja, esperanzados con la idea de que cuando más lo necesiten y sus capacidades mengüen en la vejez puedan recibir eso que, por ahora, no se compra con dinero: cariño.
Porque nadie tiene la fórmula mágica para segurarse una vejez en compañía de alguien que te quiera y que te cuide.
He visto a muchos ancianos abandonados.
He visto a muchos ancianos morirse solos.
Y rezo para que un día no me toque a mí.
Y, por ahora, nada más.
Comentarios
Yo creo que lo mejor que se puede hacer en este tema es cuidar lo mejor posible a nuestros padres y confiar, a Dios, que los que vengan detrás tuya sean consecuente con lo que han visto en ti.
También creo que de las pocas cosas que he hecho bien en mi vida fue acompañar a mi madre en su larga enfermedad y muerte. Gracias a Dios mi padre no lo necesito pues murió de infarto cerebral inminente.
Adiós, un beso
Todos podemos morir de una enfermedad fulminante o atropellados... Pero lo más probable será que lo hagamos de viejos.
¿No deberíamos ocuparnos de la calidad de vida de los ancianos aunque sólo fuese por puro egoísmo...?
Lo del cariño, como tú dices, desgraciadamente no se puede comprar ni subvencionar.
Triste, muy triste.
Mi admiración, Lola, sigues sobre el cable.
Besos!!
La historia que nos traes (una vez más con un ritmo perfectamente adecuado a lo contado, incluso las palabras son las que deben ser y están donde deben estar. Todo esto, siempre, según yo lo veo...es obvio) es de pellizco gordo. ¿Y sabes? Me alegro de que tuviera Marta ese final, seguro que así fue más feliz.
En cuanto a tus reflexiones, qué quieres que te diga: uno mis rezos a los tuyos. Qué triste sería. Me lo iré currando desde ya, pero al final quién sabe lo que nos tocará, ¿verdad?
Besos. Me ha encantado la entrada.
Me preocupa en extremo el tema de los malos tratos en general, pero el de los ancianos me agobia más dado que muchos se mueren sin que nadie se entere...
Rafael, Mariluz y Juanma: gracias por vuestros comentarios de apoyo y os prometo que la siguiente entrada será algo menos dramática, que para empezar el año me ha quedado muy seria, el siguiente será más amable...
Besos y gracias por estar ahí.
Quizás ese final era el mejor para Marta.
Un saludo Lola, perfecto y real el relato.
Qué triste puede llegar a ser el final del camino en soledad.
Enhorabuena otra vez. Un abrazo.
Apasionante tu blog y como tus vivencias. Y, sobre todo, ilusionante ver que sigue habiendo enfermeras enamoradas de su profesion y comprometidas como tu.
Ah!! En mi hospital tambien tenemos un aspirante a novelista sanitario, aunque con un toque mas ácido. Puedes leerlo en preticante.blogspot.com
Espero que pronto pueda comprar tu segunda novela.
Besos
Adela: qué razón tienes que Serrat cuenta las cosas con esa calidez... Ningún camino se debería hacer solo. Y mi vieja, la que llevo dentro, cada día saca más el cuello. Besos
Ante todo, Anónimo, gracias por venir a este blog y por supuesto, gracias por opinar. Es muy gratificante. Besos
Ascen: me encanta que hayas venido. Gracias por lo que me dices, me llena de alegría que te sigan gustando mis cosillas. La segunda novela llegará... si no me la publican, la pondré en venta en Bubok, como la primera. Besos.
Me ha gustado mucho tu manera de exponer el tema, de traérnoslo de la mano, y de concienciarnos, en cierto modo, de que ese invierno para algunos aún lejano llamado vejez, también llega.
Enhorabuena por tu blog. Ha sido mi primera visita, pero me quedo.
Un abrazo.
Quédate el tiempo que quieras, Ana, estás en tu casa. Y muchas gracias por tus palabras y por tu opinión. Besos